Fue tan fuerte el temblor que sacudió a la Ciudad de México, que por primera vez en mi vida sentí que el final había llegado.

En la mañana, Julián, mi hijo que me acoge en su apartamento, me había advertido que a nivel nacional habría un simulacro de sismo. Me dijo esto para que estuviera preparado y no me asustara cuando empezaran a sonar las alarmas; asimismo me pidió bajar al primer piso -el apartamento está en el cuarto- para estar pendiente de las instrucciones y recomendaciones que harían los expertos en esta materia.

A las once en punto de la mañana comenzaron a sonar las sirenas y alcanzaba a oír, sin entender nada por la distancia a la que estaba, las que creí eran instrucciones que se daban por los altavoces que tienen en las esquinas de las calles. Decidí no salir, creí que por haber ocurrido un terremoto apenas 12 días atrás, las probabilidades de uno nuevo eran de cero.

(Con el simulacro, además de reforzar la cultura de la prevención, se recordaba el terremoto ocurrido hace exactamente 32 años, el 19 de septiembre de 1985, que causó miles de muertos)

A eso de la una de la tarde terminó el evento, las personas regresaron tranquilas a sus casas, oficinas, aulas, negocios, etc., mientras yo, contento por no haber perdido tiempo, seguía trabajando en la que iba a ser esta columna de hoy.

De pronto, muy pocos minutos después, a la 1:14 p.m., sentí que las paredes y el techo crujían y que el edificio entero subía y bajaba como si fuera un juguete. Me levanté de la silla para salir corriendo, pero apenas pude llegar a asirme del primer marco de puerta que encontré a mi paso… no sabía qué hacer, si salir o quedarme en el apartamento, pero tampoco sabía dónde quedaban las escaleras, ni la salida más próxima a la calle y todo por la irresponsabilidad de no haber asistido al simulacro de apenas unos minutos antes.

No sé cuánto tiempo duró el temblor, pero me pareció eterno y de tal magnitud que creí que era el final y simplemente me dispuse a esperar que todo cayera y terminara. La reacción de Julián fue distinta. Él, que estaba en su oficina trabajando, también creyó que era el fin, pero su mente y su alma fueron invadidas por la idea y la infinita tristeza de no llegar a conocer a Quinito, su hijo, el primero, que junto a Camila, su esposa, esperan con todo el amor del mundo.

Sentir que, de pronto, sin aviso y sin espera, todo puede terminar, es la gran lección que nos acaba de dar la vida. Que en ese momento tengamos la tranquilidad por una existencia bien llevada y por el amor entregado a nuestros seres queridos, es algo que vale la pena pensarse todos los días.

Afortunadamente nosotros estamos bien, pero nos duelen las heridas, las vidas perdidas y la desgracia material y económica de tantos hermanos mexicanos que a estas horas sufren las consecuencias de este terrible sismo. Sin embargo, estamos seguros de que, como siempre lo han hecho, mañana se levantarán para seguir construyendo un país que es ejemplo milenario de cultura, de sabiduría y de prosperidad.

Ciudad de México, septiembre 19 de 2017